jueves, 17 de febrero de 2011

Apuntes para una negociación.

Para entablar una negociación se necesitan al menos dos partes “interesadas”, “dispuestas” a acercar sus puntos de vista, “abandonar los mitos” que han elaborado sobre su interlocutor, mostrar “arrepentimiento” y estar listos para “perdonar y ser perdonado”, es este el primer paso para sentar una base sobre la que poder “conciliar intereses” e iniciar una andadura en común, estableciendo “metas y límites”, claros y precisos, en esa “hoja de ruta” a través de la cual  podrían  construir el clima de “confianza y respeto” imprescindible para llevar adelante un proyecto común a pesar de la diferencia.
 Es un camino lleno de obstáculos, especialmente cuando se trata de partes que han estado previamente en conflicto y particularmente complicado si alguna de las partes, o las dos, han usado la mentira, la manipulación de la verdad, o han intentado reducir al contrario a unas pocas aristas que encarnan la maldad, se suele dar el caso en que, de tanto repetir estos conceptos, estos llegan a adquirir la fuerza de la verdad dentro del cuerpo de una de las partes en conflicto y suele ser utilizado como mecanismo reforzador de lazos entre los miembros del grupo, adquiriendo vida propia, o para legitimar las acciones del grupo. Vencer estos obstáculos puede ser una tarea muy ingrata, implica entrar en la dinámica del grupo y promover el intercambio libre de información para terminar con el mito que convierte al contrario en enemigo y mostrar de este toda la diversidad de aristas que componen su personalidad e historia, es ponerle un rostro al contrario, es contrastar su versión de los hechos con la propia e intentar llegar a la verdad, una verdad que podría no gustarnos. Para alcanzar todo esto se necesita de la buena voluntad de los implicados, no importa cuales sean sus motivaciones pero tiene que haber una disposición para el cambio y la confrontación de ideas, hay que sentir respeto por el otro. Una de las situaciones que se da con frecuencia es aquella en que una de las partes dice estar dispuesta para la negociación, o, peor aun, pretende alcanzar un estado de paz y concordia sin haber entablado negociación alguna, este es un gesto para los espectadores que asisten al conflicto y no conocen de su dinámica, y a la vez una forma de agredir al contrario haciéndolo responsable de perpetuar el conflicto, cuando la verdad es que al no tener conciencia de pecado no se sienten dispuestos al arrepentimiento, ni siquiera tienen la humildad de considerar esta posibilidad, no se han desprendido del mito que han construido acerca del contrario y de ellos mismos.
 Otro de los actores que con frecuencia encontramos en una negociación es la figura del negociador, este debe ser una persona respetada por todos y conocedora del conflicto pero con la capacidad de no erigirse en juez de ninguna de las partes, no debe tomar partido, su labor es escuchar e intentar razonar buscando los puntos comunes y aquellos en los que cada uno debe, y puede, ceder. El negociador necesita ajustarse a las demandas de los implicados, velando de no proyectar  su propia visión del conflicto o posibles soluciones, puede sugerir y consultar, pero nunca usurpar la voluntad de alguna de las partes, debe ofrecer salidas que no lastimen la dignidad de los protagonistas del conflicto. Un buen negociador debe tener la capacidad de permitirle a su interlocutor hablar del conflicto ayudándolo a discriminar entre los hechos concretos y las emociones que le impiden tener una mirada objetiva del mismo, de su contrario y de si mismo, un negociador es como una medida de realidad.

martes, 8 de febrero de 2011

El sueño de Albear.

Francisco de Albear y Lara, coronel de ingenieros, encargado de la construcción del acueducto Isabel II, yacía en lo que sería a la postre su lecho de muerte, había pasado la noche delirando, en medio de una fiebre intensísima y un mar de sudor, no tenía remedio, y lo sabía, era paludismo. Había pasado toda la noche soñando con agua, un paisaje repleto de ojos de agua, donde, fresco y cristalino, brotaba el preciado líquido, espontáneamente, alegre y vivaz, se derramaba en todas direcciones, anegando un campo lleno de flores, aquí y allá se formaban arroyuelos que en algunos puntos confluían en ríos cuyo cauce se iba agrandando hacía el horizonte, lo sorprendente era el número de ellos, los cursos tan diversos que tomaban y la maraña de conexiones que se formaban, todo obedecía a una lógica que no lograba entender, era el caos, pero a juzgar por la intensidad de la vida y la belleza del paisaje, parecía funcionar, su cerebro, acostumbrado a las matemáticas, intentaba poner un orden en aquella explosión de vida, recordó que ya una vez había encontrado la solución para domesticar el agua, una red de canales que, aprovechando la fuerza de gravedad, le permitiría llevarla a donde quisiera, sin mucho esfuerzo, justo terminaba de evocar ese recuerdo cuando el paisaje perdió toda la luz , se hizo de noche, de un negro intenso, impenetrable, como solo puede ser el negro de los sueños, dejó de brotar el agua, y unos muros enormes salieron de la nada, el paisaje se transformó en un inmenso estanque donde el agua se tornó apacible, de una quietud inquietante aunque seductora, era una escena sin brillo, de un azul sin matices, y sintió frío, el silencio era sobrecogedor. El coronel tuvo miedo, en su mente todo encajaba pero sentía que algo no marchaba bien, otra oleada de frío y aquellos temblores terribles, intentó despertar, escapar del sueño pero no lo lograba, fue entonces cuando vio la ola enorme que se formaba en medio del estanque, que, impulsada por una fuerza inexplicable y desafiando la gravedad, se elevó varios metros y avanzó, como un inmenso tsunami, hacía donde él estaba, sintió como el muro se agrietaba bajo sus pies, una luz cegadora lo inundó todo, no alcanzó a entender nada.


Francisco de Albear y Lara: Ingeniero cubano encargado de la construcción, en La Habana, del acueducto que hoy lleva su nombre, y que, en su momento, fue reconocida en la Exposición Universal de Filadelfia, en 1876, así como en la Exposición Universal de París, en 1878, donde se calificó como una de las construcciones más relevantes del siglo XIX a nivel mundial. Murió de paludismo antes de ver terminada su obra.
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