El hombre más viejo tomó al niño en brazos, lo levantó ante la mirada de toda la tribu, reunida al pie de la montaña, cerca de la piedra de los sacrificios, como lo indicaba la tradición. Nadie dijo nada, solo se escuchaba el ruido del viento sobre los árboles, se acercaba la tormenta, el rito para conjurar el huracán se había retrasado más de lo que el viejo cacique esperaba. El niño lloraba sin cesar, la madre, joven, casi una niña, tenía la mirada clavada en el viento, de sus pechos brotaba la leche, como si fuera un manantial cuyo cauce estuviera sujeto al llanto del pequeño. Un hombre fornido se acercó al anciano cacique y le ofreció un hacha, de piedra afilada. Miró, con una mezcla de orgullo y desdén, al niño, luego retrocedió hacia la multitud.
El llanto y el viento lo abarcaban todo, el cacique se acercó a la piedra de los sacrificios, alzó la mirada al cielo, murmuró unas palabras, se detuvo unos instantes, como si esperara algo, colocó al niño sobre la piedra mientras elevaba su diestra y sostenía en lo alto el hacha, comenzó a arreciar el viento y las primeras gotas empezaron a humedecer el rostro de los presentes, el niño dejo de llorar, el viejo cacique parecía dudar, un relámpago iluminó el cielo mientras el hacha caía sobre la cabeza del inocente, un sonido seco, como cuando se abre un coco, silencio, sangre en el rostro del viejo cacique. Como si fuera un manantial teñido de rojo desciende la sangre desde la piedra de los sacrificios y baña los pies descalzos de todos, no era un buen augurio.
Ha empezado a tronar. La multitud se dispersa chapoteando entre fango, lluvia y sangre. Caen árboles y vuelan los techos de los bohíos. Nadie hablaba. Aún llueve sobre la aldea.
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