domingo, 2 de mayo de 2010

Crónicas de Sherwood I

Tras la muerte del rey Ricardo, Robin decidió que debían regresar al bosque de Sherwood. Juan sin tierra, el nuevo rey, no dudó en lanzar sus huestes contra todos los que lo habían combatido en el pasado y se habían confabulado para devolver el poder a su hermano Ricardo. Robin estaba en el centro de su venganza. Se acercaban tiempos difíciles.


El refugio, además de oscuro, no era muy amplio. El arroyuelo de aguas subterráneas proporcionaba agua fresca, pero el ambiente permanecía cargado de humedad. En medio de la oscuridad se sentían las alimañas del bosque correr furtivamente por los rincones. La cueva estaba hacia la parte norte de Sherwood, el pequeño Juan la había encontrado por casualidad, hacía varios años, cuando, bajo las ordenes de Robin, combatía al príncipe Juan. En aquel entonces le comunicó su hallazgo a Robin y resultó que el lugar era totalmente desconocido y prácticamente inaccesible. Robin le ordenó guardar el secreto para dejar ese escondite para una situación de emergencia extrema, finalmente esta se había presentado.
Marian yacía sobre un montón de paja, a la luz de un candil su sombra se proyectaba sobre las rocas, tenía el rostro perlado de sudor, los ojos hundidos y desencajados, la boca cerrada con los labios pálidos y apretados, los espasmos de dolor se sucedían cada vez más frecuentemente, parecía que su vientre iba a estallar. Hacía más de cuatro horas que el pequeño Juan había partido, en medio de la noche, en busca del padre Tuck, en dos horas más ya debían estar de vuelta.
Robin tenía la vista clavada en la pared de niebla que se extendía más allá de la boca de la cueva, un sinuoso agujero, cubierto de vegetación, apenas perceptible para los que pasaran cerca, estaba en cuclillas cerca de la entrada. Aunque nadie iba nunca por esa parte del bosque, había que estar alerta pues estaba infestado de soldados que lo buscaban por todas partes, además del peligro de una delación por parte de cualquiera de sus antiguos siervos que conocían el bosque como la palma de su mano. Cada vez más altos, y a intervalos más cortos, llegaban a sus oídos los quejidos de Marian, giraba la cabeza en dirección a ella y susurraba para sí -cállate de una vez, para ya- después se volvía hacia la pared de niebla y su mente se perdía en un mar de recuerdos.
Aquellos días gloriosos se habían ido, recordaba cuando él era la pesadilla de los ricos y el ídolo de los pobres, los juglares cantaban sus hazañas por todo el reino y cada día aparecía gente en Sherwood dispuesta a sumarse a la banda. Donde estaban todos esos ingratos ahora, pensó, y el ceño se le contrajo. Durante la huida del castillo, hacía un par de meses, no sabía a quien temerle más, si a las tropas del rey Juan, que estaban a un día de camino, o a sus propios siervos y soldados, que desaparecían cada noche y se unían al enemigo. Sólo el pequeño Juan se mantuvo, como un perro fiel, a su lado, también a él lo odiaban, había sido su instrumento más eficaz cuando se hizo necesario poner orden. Que esperaban esos tontos, mantenían en asedio al castillo esperando que cada día se hiciera el milagro de la multiplicación de los panes y los peces, todos querían una tajada de los ricos, olvidaban que Dios los había destinado a la servidumbre, les había dado un señor justo, que más esperaban. No entendían que Sherwood era un santuario, reservado para quienes habían conquistado con el filo de su espada el derecho a disfrutar de sus bondades de manera ilimitada y gratuita, pagar tributo, por el derecho a cazar, no era otra cosa más que compartir la gloria de Sherwood con los hombres que lo habían hecho grande, y quién hizo de Sherwood un lugar sagrado sino él.


¡Malditos!, la imagen de aquellos hombres que habían luchado junto a él, en Sherwood, acudía a su memoria, se les divisaba desde la muralla norte del castillo , justo tenían el rostro vuelto hacia el bosque, sus cuerpos se balanceaban colgados de un roble enorme, que estaba a pocos metros de la muralla. Especialmente difícil se hizo colgar a Much, su antaño fiel servidor y que lo acompañó en tantas aventuras pero que decidió traicionarlo y seguir asolando los alrededores, asaltando a todo el que se atrevía a cruzar Sherwood. No quería matarlo, le mandó mensajes pidiéndole la rendición, le ofreció dinero para que se marchara lejos, no pareció entender que los tiempos habían cambiado. Much se había vuelto muy popular y empezaba a sumar adeptos, se hizo correr la voz de que recibía dinero del príncipe Juan, por entonces en el exilio, pero su popularidad no disminuyó. Con la complicidad del padre Tuck se propagó el rumor de que Much estaba endemoniado, que el espíritu, en pena, de Guy de Gisbourne se había apoderado de su alma y lo había vuelto contra Robin para vengarse de ambos, una mujer dijo haber visto como, durante un asalto, el rostro de Much se transformaba , largos colmillos salían de su boca y unos cuernos enormes ensangrentados crecían en su cabeza; la gente la rodeaba y la escuchaba aterrorizada, la historia se propagó con facilidad y propició un par de delaciones que al final permitieron capturarlo. La multitud pedía clemencia, Marian le pedía que lo perdonara, una voz en su interior también pedía clemencia.



Al final se impuso la lógica del poder, había que dar un escarmiento que fuera definitivo. Entonces no lo sabía, pero aquel fue el principio del fin.



Imagenes: Robin Hood, serie de 100 "Postalitas Cubanas" publicada en Cuba en la década del sesenta. Tomadas del blog Guije.com.

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